El 21 de julio de 2011 nos aprestamos a afrontar la última de nuestras etapas en el Camino a Finisterre. Pronto el viaje que habíamos emprendido seis días antes iba a llegar a su fin, y el saber que apenas 15 kilómetros nos separaban del final de nuestra ruta era algo que hacía desaparecer el cansancio acumulado a lo largo de esas duras jornadas. Pero que también nos hizo remolonear un poco a la hora de empezar nuestra jornada. Contra la costumbre, desayunamos algo más tarde de la cuenta, en restaurante del hotel anexo a nuestro albergue, de tal manera que empezamos la etapa a las 8:20h. El día había amanecido más apacible que el anterior, de tal manera que la lluvia no era una amenaza en nuestro caminar. Al menos, no una amenaza inminente. Pero las calles de Cee estaban empapadas con el agua de las pasadas lluvias y con el rocío de la mañana, que se dejaba notar pese a encontrarnos ya a finales de julio.
Salimos de Cee por la carretera de la costa, y pronto nos encontramos en la vecina villa de Corcubión, que se encontraba precisamente en fiestas. Si Cee es un pueblo hermoso y agradable de visitar, Corcubión no le va a la zaga, especialmente cuando lo encuentras engalanado de fiesta, como era nuestro caso.
Si contábamos con que el perfil de la etapa que teníamos por delante, por aquello de estar ya junto a la costa iba a ser algo prácticamente plano, la salida de Corcubión se encargó pronto de sacarnos de nuestro error. Salimos por un camino que se adentraba en pleno Monte de San Roque, en una subida corta pero intensa, y que trancurría, por una senda muy estrecha y rodeada en la mayor parte de sus tramos por fuertes muros.
Llegamos al alto de San Roque, pasamos el albergue gestionado por la Xunta, e iniciamos un descenso que nos habría de llevar a Amarela, primero, y posteriormente a Estorde, ambas pequeñas aldeas cercanas, cada vez más, a la ensenada de Sardiñeiro.
Pasado Estorde volvimos a recuperar la carretera de la costa, la misma por la que habíamos salido de Cee, lo que no hizo sino enervar, como es de costumbre, a mi padre, a quien no le hace excesiva gracia que el Camino tome sendas rurales que acaban yendo en paralelo, o en zigzag, a una carretera principal, haciendo más distancia y por perfiles más complicados que la propia carretera. Nada nuevo, pero era algo que tocaba asumir.
Dejamos atrás Sardiñeiro de Abaixo con amenaza de lluvia. De hecho, llegaron a caer algunas gotas mientras pasábamos por el pueblo, pero por suerte pronto desapareció la amenaza. Y nosotros, cómo no, iniciamos una nueva subida por monte, cubierto de al principio de eucaliptos, pero que luego dejaron paso al matorral y monte bajo. Fue entonces cuando pudimos contemplar la primera vista de nuestro punto de destino: el Cabo Finisterre. Eran las 10:00h. y contábamos con 8 km. en nuestro haber. Ya nos habíamos ventilado la mitad de la jornada.
Ya habíamos subido nuestra segunda cota del día, e iniciamos un nuevo descenso hasta la carretera. Pero aún nos quedaba la tercera cota, y la más temible: Finisterre. Pero el verlo, allí al fondo, nos daba fuerzas. Especialmente a Ana, que apenas podía andar a causa de las quemaduras de sus piernas. No iba a rendirse. No estando tan cerca.
Al bajar a la carretera observamos que el Camino descendía casi hasta la playa de Talón, para luego volver a subir a la carretera, en bajadas y subidas cortas pero intensas. Decididos a no hacer el primo más de la cuenta, continuamos por la carretera, para -esta vez sí- bajar por Calcoba hasta la playa de Langosteira, un precioso arena del 2300 metros que antecede a la entrada en Finisterre. Existen varias maneras de afrontar el paso de la playa. La primera es por el mismo borde del mar. Al ser una playa de arena dorada y fina, digna del Caribe, es una experiencia deliciosa pero agotadora, por lo que no tardamos en descartarla. La segunda es volver hasta la carretera y realizar el recorrido por una zona cubierta de pinos, que también descartamos. Y la tercera, la que hicimos, era seguir una senda empalizada que transcurría entre las dunas, los pinos y algunas zonas edificadas, siempre por el borde de la playa. Una alternativa a la vez estética y descansada. Y vistos los resultados, muy acertada.
Llegamos a Finisterre, al barrio de San Roque, a las 10:50h. Hicimos una pequeña pausa para recuperar fuerzas, pues aún nos quedaba lo más duro de la jornada. La entrada a Finisterre y la subida al Cabo. Reanudamos la marcha pocos minutos después, encontrándonos con el famoso cruceiro de Baixar, hecho en el siglo XVI en granito.
Entramos en Finisterre por la Avenida de La Coruña, y seguimos hasta encontrar el ayuntamiento, donde nos sellaron las credenciales. Seguimos avanzando, por el casco histórico de Finisterre, donde nos encontramos con alguna que otra sorpresa arquitectónica.
Seguimos avanzando por el casco histórico, cada vez con una pendiente más acusada. Pasamos junto a la capilla barroca de Nª Sª del Buen Suceso, situada en la plaza de Ara Solis.
Y finalmente, dejamos atrás el pueblo de Finisterre para iniciar nuestro asalto final al Camino: el Cabo. Teníamos por delante una ascensión de 3 kms. con pendientes máximas del 16%, todo ello por asfalto. No iba a ser fácil. Ana a esas alturas apenas podía arrastrar sus piernas, y según sus propias palabras, andaba como una abuelita. Hicimos una pequeña, pero imprescindible parada en la iglesia de Santa María das Areas, cuyo origen se remonta al siglo XII.
Seguimos con nuestro avance. Ana apenas podía mantener el ritmo, con lo que Pablo y mi padre poco a poco se fueron adelantando. Yo me quedé para ofrecerle un apoyo y ayudarla a caminar en los tramos más duros. Poco a poco, con ritmo constante, íbamos avanzando. Pero necesitábamos hacer frecuentes paradas para que Ana pudiera sobrellevar el ascenso. Se le estaba haciendo durísimo.
Llegamos y sobrepasamos una bella estatua de un peregrino, con una inspiradora pintada en italiano en su base. Seguimos avanzando, y llegamos hasta la bajada al horroroso cementerio nuevo de Finisterre, un espanto de bloques de hormigón armado que miran al Atlántico, y que resultan un atentado estético para la zona. No se me ocurre qué mente perturbada pudo concebir, autorizar y construir semejante despropósito. Casi impulsados por el horror que dejábamos atrás, afrontamos las últimas rampas de la subida. Teníamos el faro a tiro. Casi podíamos tocarlo. Hasta que finalmente, llegamos. Habíamos empleado 45 minutos en recorrer los 2200 metros que separaban la iglesia de Santa María das Areas del Faro. Había sido duro, pero lo habíamos conseguido. Habíamos llegado al Fin del Mundo.
¿Y qué es lo que encontramos en el fin del mundo? Un faro, sí. Muchas placas conmemorativas, sí. Y en el interior del faro, en la parte más cercana al océano infinito… una tienda de regalos. Parecía algo sacado de una novela de Douglas Adams. Pero era algo con lo que estaba dispuesto a transigir. Al fin y al cabo, era un final surrealista para el viaje, algo que mi perturbado sentido del humor agradecía sobremanera.
Pero para ser sinceros, semejante viaje merecía una imagen final más digna, así que no dudamos en trepar por los riscos de alrededor, hasta dar con una vista límpida del Atlántico. Y durante algunos minutos, contemplamos sin hablar los unos con los otros el lugar donde, durante siglos, la tierra tenía su fin. El reflejo que el Atlántico nos devolvió a cada uno de nosotros es algo que guardamos en nuestro interior. Porque, al fin y al cabo, hay tantos Caminos como caminantes. Y esa también es la belleza del Camino.
Éste hubiera sido un buen final de la historia, pero por desgracia, teníamos una serie de obligaciones logísticas que cumplir. Tomamos un taxi para volver hasta Finisterre, donde hicimos una parada en el albergue de peregrinos para obtener la Finisterrana. Y es que -no lo olvidemos- no habíamos podido obtener la Compostela por nuestro Camino Marítimo, al no haber cumplido los 100 km. a pie exigidos. Tras solventar el papeleo, tomamos un autobús que nos llevó de vuelta a Santiago, pasando por prácticamente todo nuestro recorrido en los cuatro días que habíamos empleado. Irónicamente, al pasar por Cee brillaba un sol esplendoroso, que hacía que su famosa playa se encontrara llena de gente. Por tan sólo 24 míseras horas. En fin, la vida tiene esas ironías.
Llegamos a Santiago, en cuya estación de autobuses almorzamos. Posteriormente mi padre tomo un autobús que le condujo al aeropuerto, y de ahí, a Málaga, para posteriormente ser recogido por mi madre y mi hermana, y acabar el día en Manilva, en el extremo sur de la provincia de Málaga. No estaba mal, para haber empezado el día en el confín noroeste de la Península. Nosotros, por nuestra parte, bajamos hasta la estación de tren de Santiago, y volvimos a Pontevedra, ya que Pablo tenía su billete de vuelta en tren a Madrid desde allí, y Ana y yo nos quedaríamos pasando unos días de vacaciones en Galicia.
Habíamos acabado el Camino, y en mi caso, Los Caminos. Porque, no lo olvidemos, desde 2005 había completado todos los Caminos existentes, al menos, dentro de Galicia:
Tan sólo un elemento me había acompañado en todos mis viajes: una concha de vieira que Jose Jaquotot, uno de mis mejores amigos, me regaló en 2004, traída de las playas de Huelva. Mi viejo sombrero vaquero, comprado en la sombrerería Rusi, lo hizo en cinco de mis viajes, al igual que la mochila y el bastón de peregrino. ¿Volverán a acompañarme en algún viaje más?
Sólo el tiempo tiene la respuesta.
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El 20 de julio de 2011 iniciamos la tercera etapa del Camino a Finisterre, y quinta de ese verano. Y digo verano por decir algo, porque la mañana con la que nos recibió el día parecía más propia de un otoño lluvioso que de pleno verano. Pero al fin y al cabo nos encontrábamos en Galicia, y tesituras como esas no eran algo desconocido. Desayunamos temprano en el Albergue O Hórreo, a base de colacao y tostadas que -lástima- eran de pan Bimbo. Una vez desayunamos, emprendimos el camino a las 8:00h. El día estaba feo, gris, y lloviznaba. Salimos prácticamente a la par que el peculiar japonés del que hablé en la entrada anterior. De repente, sus estrafalarios calcetines a cuadros escoceses hasta la rodilla y el abrigo de plumas no se me antojaban tan estrafalarios, sino incluso apetecibles. Porque es que hacía frío. Mucho frío.
Salimos de Olveiroa por la calle principal, en descenso por un bonito camino empedrado. Cruzamos un arroyo y salimos a una carretera comarcal, que pronto abandonamos por un camino a nuestra izquierda que, posteriormente, giraría a mano derecha para ascender, bordeando el alto do Sino, camino de unos aerogeneradores.
Las señales del Camino se dejaban ver en abundancia, en una zona rica en restos arqueológicos y que evidenciaba haber estado transitada de muy antiguo. Una zona que conservaba el sabor rural gallego en todo su esplendor. Fuimos avanzando por el valle encajonado formado por el río Xallas, contemplando -cuando la niebla lo permitía- unas vistas espectaculares.
La primera población que encontramos desde que salimos de Olveiroa fue Logoso, en las faldas del monte Castelo. Formada por viejas casas de piedra, no vimos más señal de vida que unos gatos que, entre aburridos y curiosos, con contemplaban tras una ventana.
Salimos de Logoso y, en suave subida, alcanzamos la aldea de Hospital. Tomamos durante un rato un tramo abandonado de carretera que, en ascenso, nos iba a llevar a un punto significativo de nuestro camino: la bifurcación del Camino a Finisterre. Y es que, recordemos, hay dos variantes para llegar de Santiago a Finisterre, la que va por Muxía, y la que lo hace por Cee. Nosotros habíamos optado por realizar la segunda.
El día seguía desapacible y gris. Dejamos atrás una fábrica y salimos de la carretera, tomando una pista a mano derecha que nos condujo por un buen camino rodeado de paisaje abierto de tojos, pinos y eucaliptos, si bien era poco lo que podíamos contemplar entre los jirones de niebla, omnipresentes en ese día.
Seguimos avanzando con esta dinámica durante unos cuantos kilómetros, en perfil plano o descendente, hasta llegar a la ermita de Nuestra Señora de las Nieves, donde hicimos una parada para reponer fuerzas. Allí fue donde me di cuenta del desastre: había encendido el GPS por la mañana, al salir del albergue, pero por alguna razón (probablemente el agotamiento de batería y el apagado incorrecto del día anterior) no había recogido valor alguno desde la salida, por lo que ese tramo del Camino había quedado sin registrar. Aprovechamos la parada para ver el estado de Ana. Las quemaduras del día anterior la habían obligado a llevar las piernas vendadas, además de protegidas por un par de mis calcetines largos (que a ella le quedaban como escarpines) y un culotte largo. Lo estaba sobrellevando razonablemente bien, pero su expresión no dejaba lugar a dudas: le estaba resultando duro.
Retomamos la marcha a las 10:25h. Avanzamos a un ritmo bastante bueno por el monte Lousado, en una pista prácticamente plana, y que mantenía la monotonía paisajística existente desde que dejamos atrás la bifurcación del Camino. Poco después encontramos a una pareja de jóvenes norteamericanos con los que habíamos compartido albergue la noche anterior. La chica tenía unas ampollas horribles en los pies, y le habían reventado en el transcurso de la etapa. Cuando los encontramos ya se las había curado, y seguían avanzando, pero llevando ella sandalias de tiras en el dedo, y el chico las mochilas de ambos. Ella cojeaba de manera ostensible, y no nos cupo la menor duda de que las iban a pasar canutas. Aún les quedaban casi 9 km. hasta Cee, y hacerlo con ese tipo de sandalias me pareció en ese momento la peor idea del mundo. Les deseamos suerte y seguimos nuestro caminar.
Pronto nos acercamos al Alto de la Armada, punto significativo de la etapa porque a partir de ahí empezaríamos una brusca bajada hasta las cercanías de Cee, y volveríamos a ver, por primera vez en cuatro días, el mar. Eso, claro, siempre que la niebla nos dejara. Que no fue el caso. Ni siquiera pudimos observar el famoso cruceiro de la Armada que se encuentra junto a la bajada. Tan cerrada era la niebla que no fuimos capaces de divisarlo.
La bajada era brutal, con pendientes del 19%, lleva de grava y piedra suelta. Una tortura para las rodillas. No sería la última vez que echara de menos mi bicicleta de montaña, pero sí la que lo hice con más intensidad. No en balde se trataban de 2500 metros de descenso, desde los 277 hasta los 25. Una auténtica delicia. Siempre que no fueras con una mochila a la espalda, y el terreno se encontrara mojado y resbaladizo, claro.
Pero al fin llegamos hasta el pie del océano. Pasaban las 12:15h cuando llegamos a la carretera de la costa que nos conduciría hasta Cee. En apenas 5 minutos estábamos entrando en la población. Aprovechamos tal tesitura para averiguar un lugar para hospedarnos. Y es que en Cee no existe albergue de la Xunta, por lo que no nos quedaba más remedio que hacerlo en uno privado. Tras algunas llamadas, encontramos sitio en el albergue O Camiño das Estrelas, adjunto a un hotel de Cee. Éramos prácticamente los primeros en llegar al sitio, y pudimos escoger sitio para dormir. En realidad, se trataba de una gran sala de un local adjunto al hotel, que contaba con una pequeña recepción, baños y dicha sala. Lo bueno del asunto es que podíamos hacer uso del servicio de lavandería del hotel, con lo que ese día nos libramos de hacer la colada.
Igualmente, almorzamos en el hotel, con un menú bastante bueno, que hizo nuestras delicias. Por la tarde, como el día seguía lluvioso, salimos a dar un paseo por el pueblo. Cuando preparé la mochila, en un alarde de optimismo, eché un bañador del que esperaba haber hecho uso en Sanxenxo o en Cee. Esperanza vana, pues en ninguno de los dos sitios pude hacer uso de él. Aun así, bajamos hasta la playa, famosa en toda Galicia, para al menos deleitarnos con la vista.
Y valía la pena. Se encuentra al fondo de la ría de Corcubión, pueblo cercano -cercano al estilo gallego, que sabes dónde termina un pueblo y empieza el siguiente por los carteles en las carreteras- y, como suele ser habitual, rival a más no poder. Las vistas de la playa, que me quedaría con las ganas de catar, eran sencillamente espectaculares.
Posteriormente matamos el tiempo en un centro comercial cercano, antes de dirigirnos a una terraza y tomar algunos cafés. Posteriormente nos dirigimos al albergue, donde nos habían devuelto la ropa, lavada y secada. Para mi horror, observé que las chaquetillas de la bici habían sufrido un deterioro al ser introducidas en la secadora: la banda reflectante de los bolsillos había quedado destrozada. Unas chaquetillas que en ocho años habían aguantado de todo, llegando como nuevas hasta Cee, habían sufrido allí semejante destrozo. Por suerte los daños se limitaban a eso, pero los lagrimones que me rodaban por las mejillas eran como puños.
Dado que la tarde seguía desapacible, aprovechamos para echar una pequeña siesta y descansar un poco, algo que Ana agradeció sobremanera. Yo seguí trasteando con el móvil y el GPS, momento que mi padre no pudo dejar de inmortalizar.
Como por la noche Ana seguía en un estado similar al trance, decidimos resolver la cena de una manera bastante expeditiva: nos dirigimos a una pizzería cercana y compramos pizzas y algunas bebidas, que consumimos luego en la pequeña recepción del albergue, habilitada con mesas y máquinas dispensadoras. Después de cenar, entramos en la habitación, dispuestos a pasar la última noche antes de llegar a Finisterre. Y por lo que a nosotros respectaba -gracias a los tapones para los oídos- dormimos como troncos.
Esa jornada recorrimos 19’5 kms. en 4h 45m. Nos quedaba para el día siguiente la etapa más corta, de tan sólo 15’4 kms.
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El 19 de julio de 2011 empezamos la segunda etapa del Camino a Finisterre, y la cuarta desde que salimos de Pontevedra, con puntualidad británica: empezamos a caminar a las 8:00h. Y no era para menos. Teníamos por delante la etapa más larga de todo nuestro viaje: 33’4 km. Iba a ser un largo día, así que no podíamos remolonear. Atravesamos el bello pueblo de Negreira, que con las lluvias del día anterior apenas habíamos podido disfrutar. Y la verdad, nos habíamos perdido la parte más hermosa de la villa: el pazo de Cotón y la zona adyacente. No era plan dejarlo atrás sin tan siquiera echar una pequeña fotografía.
Salimos, pues, de Negreira, y pronto nos encontramos subiendo -otra cosa hubiera sido rara- hacia la pequeña aldea de Negreiroa, con una bonita iglesia de estilo típicamente gallego.
A continuación giramos en dirección noroeste camino del Alto de la Cruz, por un bonito tramo de bosque de hoja caduca. Si en algún sitio íbamos a encontrar la esencia del Camino, iba a ser aquí donde lo halláramos. Y no nos equivocamos. La mañana era fría, así que transitar por estas corredoiras no era en ese preciso momento lo más agradable del mundo, pero igaulmente merecía la pena. Poco podíamos pensar que no mucho tiempo después íbamos a añorar ese frío.
Pasado el Alto salimos de nuevo a carretera, camino de San Mamede de Zas. Pronto adoptamos un curioso orden de marcha, que dio lugar a que Pablo sacara, probablemente, una de las mejores imágenes del viaje:
Dejar atrás San Mamede fue como pasar a otro mundo. El cielo abrió, y empezó a dejar pasar el sol que habíamos añorado desde el día anterior. Se hizo incluso necesario prescindir de las chaquetillas térmicas de ciclismo que estábamos utilizando. Nuestro próximo punto de paso, de nuevo por agradable bosque, fue la aldea de Camiño Real, topónimo que no hacía sino recordarnos la antigüedad y la importancia de la senda por la que andábamos transitando.
Nuestro caminar siguio discurriendo, por bosque y en constante ascenso. Algunos de los tramos más duros del día los habríamos de encontrar aquí. Y también fue este sitio donde encontramos, camino de la aldea de O Rapote, un curioso monumento efímero:
Siempre me preguntaré a quién le sobraba una bota haciendo el Camino a Finisterre. Continuamos nuestro camino, siempre en ascenso, pasando por las aldeas de O Rapote y A Pena. Seguimos ascendiendo hasta el Alto de Cotón para salir, poco después y aún en ascenso, a una carretera comarcal. Fue en esta zona, en el lugar de Rodeiro, donde alcanzamos la cota máxima de la jornada (430 m.). Continuamos andando por carreteras rurales hasta llegar a Vilaserío, donde hicimos un breve descanso. Posteriormente continuamos , siempre por carreteras rurales rodeadas de prados y algo de bosque de eucaliptos, hasta Cornado. A la salida del pueblo tuvimos que afrontar una nueva tachuela, esta vez por camino, que en una bajada que hubiera sido enormemente divertida con bici, nos llevó de nuevo a una carreterar rural, preludio de una nueva pista forestal, que se prolongaría, prácticamente en línea recta, hasta Maroñas, en una distancia de 3’4 kms.
Llegamos a Maroñas pasadas las 12:30h, y a esas alturas del día el calor se hacía notar de manera insistente. Ya habíamos efectuado 20 km. de etapa, apenas dos tercios de nuestro recorrido total del día, y empezábamos a notar los efectos del cansancio.
Pero no encontramos en Maroñas sitio alguno donde parar a almorzar, por lo que seguimos hasta la cercana aldea de Santa Mariña, a cuya salida encontramos un excelente área de descanso, donde pudimos parar a almorzar. Algo temprano, no eran aún las 13:00h, pero sabiendo lo que se avecinaba por delante, no esperábamos encontrar nada mejor. Así pues, sacamos los bocadillos que hicimos con la compra en el supermercado de Negreira de la tarde anterior, y reposamos un buen rato, para pillar fuerzas y afrontar en condiciones el arreón final de la etapa. Reanudamos la marcha a las 13:30h.
Sin embargo, no tardamos mucho en detenernos de nuevo. Apenas salimos a una comarcal, encontramos un pequeño bar de cazadores (Casa Victoriano), más que perfecto para detenernos y tomar unos cafés. Qué menos después del almuerzo que acabábamos de degustar.
Así que, en realidad, remotamos la etapa a las 14:00h, con un gran reto por delante: la subida del Monte Aro, famoso por albergar en su cumbre, situada a 550 m. sobre el nivel del mar, un imponente castro celta que domina toda la zona, siendo el más grande de la Costa de la Muerte. Pero una vez llegamos al pie de la subida, nos encontramos con algo que ya había advertido la guía del Camino: era posible que la subida al Monte se encontrara impracticable. Si este era el caso, nos veríamos obligados a rodearlo por su parte norte, transitando por carreteras rurales. Y ese fue el caso. Pese a ello, no dejamos de ascender un buen trecho (hasta los 427 m.), lo que nos permitió contemplar unas buenas vistas del embalse de Fervenza.
El día se estaba haciendo largo, y el calor iba en aumento. Pero al menos lo que nos quedaba el resto del día era descenso y llaneo. Seguimos bajando, ya siempre por carretera, hasta llegar a Corzón, donde encontramos una bonita iglesia, con su correspondiente cruceiro y su cementerio.
Habíamos acabado el descenso. Nos encontrábamos en el valle del río Xallas, y sólo nos quedaba llegar hasta nuestro destino: Olveiroa. Pero no iba a ser todo color de rosa. Seguimos caminando por asfalto, lo que era nefasto para los pies, pero al menos de cuando en cuand encontrábamos tramos de sombra gracias a los imponentes robles y castaños de la zona. Llegamos a Ponte Olveiroa, con el puente que le da nombre sobre el Xallas, a las 16:05h. La etapa llegaba a su fin. Pero aún nos quedaba el último trecho hasta Olveiroa, distante aún un par de kilómetros. Esta distancia, sorprendentemente, la hicimos sobre un insólito carril bici existente en la zona. Poco después, a apenas 1 km. de Olveiroa mi GPS se quedaba sin carga, pese a haber hecho uso del cargador solar de emergencia. Entramos en Olveiroa al filo de las 17:00h. Nos dirigimos al albergue de la Xunta, tan sólo para enterarnos de que se encontraba completo. Por suerte, encontramos plaza en el Albergue O Hórreo, de estilo moderno y bastante funcional.
El albergue se encontraba, igualmente, lleno a rebosar. Lo que más nos llamó la atención es que éramos prácticamente los únicos españoles que estaban haciendo este Camino. Encontramos de todo: estadounidenses, franceses, ingleses, alemanes, italianos, belgas, escoceses, e incluso un insólito japonés (bastante entrado en años, con sus típicas gafitas redondas, y unos calcetines a cuadros escoceses no tan típicos, además de un agobiante abrigo de plumas) que no hablaba otra lengua que el nipón. Era bastante divertido ver una conversación cruzada entre el escocés, el belga y el japonés, ninguno de los cuales hablaba una lengua común. Pero pese a todo, algo eran capaces de entender. Supongo que esto forma parte de la magia del Camino.
Sin embargo, esa tarde tuvimos una sorpresa no tan agradable: Ana se había quemado las piernas. Pero se las había quemado de dos maneras: la parte superior por efecto del sol, a resultas de la larga etapa, y la parte inferior a causa de quemaduras químicas. En efecto, unos calcetines mal enjuagados, a los que me había referido en la primera etapa de esta crónica, eran los culpables de esta situación. Los restos de jabón habían reaccionado con el sudor, creando una especie de lejía que le había quemado la piel. Y fue aquí donde el compañerismo del Camino hizo acto de presencia. El belga al que me refería antes, con el que Pablo había estado de palique por la tarde, gracias a su dominio del francés y a una divertidísima imitación de una gaita cuando el escocés, el belga y el japonés intentaban comunicarse, le ofreció a Ana una pomada especial para quemaduras. Algo que a la larga le vendría de perlas.
Esa noche cenamos en un restaurante cercano al albergue. Un lugar excelente, muy enxebre, y con detalles de muy buen gusto, como la manera en la que indicar el menú. Lástima que el precio no fuera tan excelente, aunque sin duda la cena estuvo deliciosa.
Ese día habíamos recorrido 33’4 kms. en más de ocho horas y media de etapa. Había sido tan duro como esperábamos. Llevábamos ya cuatro etapas en el cuerpo, dos de Camino Marítimo y dos de Camino a Finisterre. Quedaban otras dos, pero considerablemente más cortas. Habíamos pasado ya lo peor del viaje. O al menos, eso pensábamos nosotros.
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El 18 de julio de 2011 nos despertamos en Santiago con una sensación extraña. Estábamos en Santiago, sí, pero por vez primera no estábamos allí tras haber terminado un Camino, sino en el comienzo de él. Bueno, estrictamente hablando estábamos en Santiago de ambas maneras: la jornada anterior habíamos finalizado el Camino Marítimo, que en un alarde de originalidad habíamos empezado el día del Carmen en Pontevedra, realizado a pie hasta Sanxenxo, desde allí en fueraborda hasta Pontedeume, y posteriormente, de nuevo a pie hasta Santiago. Y ese día empezábamos un nuevo Camino, el camino que llevábamos años hablando de hacer y que nunca habíamos hecho: el Camino a Finisterre.
Como dije en el anterior artículo, esa noche descansamos en el Seminario Mayor de Santiago de Compostela, uno de los mejores sitios posibles para que el peregrino haga su estancia en Santiago. Además de encontrarse emplazado en la Plaza de la Inmaculada, junto a la Catedral, parte del Seminario se encuentra habilitado como un hotel, con todas las comodidades habituales, y otra parte como albergue de peregrinos, en el que pernoctas en una humilde celda de seminarista, en las que todas las comodidades consisten en sendas camas gemelas, una mesilla, y un aseo. Pero que sientan a gloria. Además, albergarse como peregrino en el Seminario Mayor cuenta con una curiosa ventaja: en el precio del alojamiento se encuentra incluido el desayuno en el refectorio del Seminario, habilitado como buffet libre. Y como teníamos por delante una mañana intensa hasta Negreira, nuestra siguiente parada, decidimos hacer buen uso del refectorio.
Una de las grandes incógnitas que nunca he sido capaz de resolver de Galicia es cómo, teniendo tan excelente pan como tienen en cualquier pueblo, nunca jamás a nadie se le ha ocurrido cortarlo en rebanadas, tostarlo, y ponerlo a la venta con mantequilla o aceite acompañado de un café. Lo más parecido que han servido son las horrendas rebanadas de pan Bimbo que, si bien son aceptables en un lugar donde el pan no sea nada del otro mundo, en lugares como Galicia el hacer eso debería tener reservado un círculo en el infierno especialmente dedicado a los perpetradores de semejante despropósito. Pues bien, resulta que la Santa Madre Iglesia… ¡había descubierto que se pueden hacer rebanadas de pan y tostarlas con el pan de Galicia! Esa manaña no pude menos que alabar la sabiduría transmitida a lo largo de generaciones de sacerdotes gallegos. Y preguntarme, de nuevo, la razón por la que esa sabiduría no se ha transmitido al pueblo llano. Grandes misterios de la vida.
Tener esas tostadas era como tener el paraíso terrenal al alcance de la mano. No se me ocurría mejor manera de empezar la jornada. Tras un opíparo desayuno, empezamos nuestro Camino a a las 8:35h de la mañana, en una mañana fresca, con el cielo algo cubierto, y que era ideal para caminar. Dejamos atrás la Plaza del Obradoiro y salimos hacia la Carballeda de San Lorenzo por la Rúa Das Hortas. Pronto nos encontramos con el primer monolito. Monolito que, cómo no, señalaba en sentido contrario. Y que era el único en el que las placas de indicación de distancia no eran inferiores a la decena. Como hecho llamativo, el monolito tenía -o debería haber tenido- dos placas, ya que hay dos variantes para llegar a Finisterre. Nosotros habíamos escogido la variante de Cee, en vez de la de Muxía, algo más larga. El tiempo -sobre todo en el caso de Pablo- no era un lujo del que pudiéramos disponer.
Salimos, pues, de Santiago por un robledal, que pronto nos llevó a una sorprendente corredoira; sorprendente por lo cercana a Santiago que se encontraba. Por desgracia, en los demás Caminos que he recorrido, los últimos kilómetros a Santiago son un compendio de carreteras nacionales, zonas urbanas, circunvalaciones y cosas aún peores. Encontrar ese remanso de paz tan cerca de la ciudad no podía menos que impresionarme.Y encima, estábamos empezando la etapa en descenso. Otra novedad interesante, ya que no hay manera humana de hacer el Camino y llegar a Santiago sin tener que afrontar alguna que otra subida espantosa, salvo el caso del Camino Inglés, que llegas por una Nacional aún peor. Tan agradable era el sitio, que incluso nos encontramos con una tienda de campaña a la vera del camino, señal de que algún peregrino había sido sorprendido por la noche en plena marcha, y no había dudado en plantar allí sus reales. Yo tampoco lo hubiera dudado.
Contemplamos, pues, la última vista que habríamos de tener de las torres de la Catedral. De nuevo, una experiencia opuesta a lo que siempre habíamos vivido.
Terminamos la bajada en la zona de urbanización de Moas de Abaixo. Desde allí avanzamos por asfalto hasta Carballal, y desde allí, como no podía ser menos, iniciamos una subida hasta Vilariño, por una pista pedregosa y sin asfaltar. La verdad, un interesante cambio, porque el asfalto empezaba a resultar fastidioso. Seguimos con un rato de subidas y bajadas, en el que pasamos por las aldeas de Pedriño, Quintáns y Portela. A esas alturas de la mañana empezamos a encontrarnos con más peregrinos, y empezamos la que iba a ser la bajada más larga del día, de 3 kms., y que nos llevaría al punto más bajo de la etapa, la aldea de Augapesada. Pero antes, tuvimos que hacer una parada técnica: Pablo había empezado a notar molestias en una de sus rodillas, con lo que estaba aplicando más peso del conveniente en la pierna contraria. Ello podía provocarle una tendinitis, con lo que su Camino podía quedar inconcluso. Por suerte, a mitad de la bajada encontramos una farmacia abierta, y allí pudimos hacernos con una rodillera.
Hicimos una breve parada en Augapesada, y la cosa no era para menos. Aparte de tratarse de una pequeña aldeíta muy agradable, consta de un puente medieval rehabilitado de un solo ojo. Pero la verdadera razón para hacer el alto es que por delante teníamos la subida hasta el Alto del Mar de Ovellas. Una dura subida de 3 kms., con rampas del 17%, y en la que tendríamos que ascender una altitud de 235 m. hasta la cota más alta de la jornada, con 282 m. sobre el nivel del mar.
Una vez descansados, iniciamos nuestra subida. Una subida por un magnífico ejemplar de bosque gallego, por corredoira, pero en unas condiciones durísimas. Nuestra media de velocidad, que durante toda la jornada se había mantenido en torno a los 5 km/h, cayó en algunos momentos hasta los 3 km/h. Pero la subida, aunque dura, merecía la pena.
A mitad de la subida la corredoira dio paso al asfalto, que seguiríamos hasta alcanzar el pueblo de Carballo, que tengo que decir que tenía el nombre excelentemente puesto. Hicimos un breve descanso, antes de seguir avanzando por carretera. Pasamos por los núcleos de Trasmonte, Reino y Burgueiros. Esta vez nos quedaba descender hasta Puente Maceira, donde habríamos de cruzar el río Tambre. Una bajada casi tan intensa como la subida del Alto del Mar de Ovellas, pero que destrozaba igualmente las piernas. Ese era uno de los momentos en los que estaba empezando a echar de menos mi bicicleta de montaña.
Pese a ir por asfalto, la belleza de la zona era espectacular. Pero lo mejor estaba aún por llegar. El espectacular puente sobre el río Tambre.
Puente Maceira. Estábamos al filo de la una de la tarde y habíamos recorrido algo menos de 18 kilómetros de etapa, por lo que aún nos quedaban por delante cuatro más para llegar a Negreira. Estuvimos tentados de quedarnos a comer en el que parecía ser un buen restaurante junto al puente, pero como aún era algo temprano para comer, optamos por seguir avanzando. En el ínterin llegaron a Puente Maceira un grupo de peregrinos jubilados con los que nos habíamos ido entrecruzando a lo largo de la jornada. Ellos iban sin equipaje y con una furgoneta de apoyo. La etapa, para ellos, había terminado allí, pese a que se tendrían que albergar en Negreira igualmente. Con algo de envidia, vimos cómo se montaban en la furgoneta y seguían alegremente su camino. Pero cuatro kilómetros no era nada con lo que no pudiéramos lidiar. Así pues, cruzamos el puente, donde no pude resistirme a tomar una panorámica en 360º:
Una vez dejamos atrás Puente Maceira, el día pareció abrir un poco. La amenaza de lluvia parecía disolverse, y el sol hacía acto de presencia… lo que no era precisamente lo más adecuado para andar por caminos rurales gallegos al filo de la una de la tarde. Al menos, el fin de etapa se encontraba cercano. Pronto dejamos atrás los caminos rurales y nos encontramos andando por una carretera de mayor entidad. Por suerte fue por poco tiempo, ya que poco después la carretera había sido rectificada y nos encontramos entrando en Negreira por el antiguo trazado de la carretera… como no, en fuerte subida. A esas alturas ya nos encontrábamos llamando al albergue público de Negreira, para saber si había plazas disponibles. Para nuestra sorpresa, no las había, por lo que no nos quedó más remedio que acudir a un albergue privado, el Albergue San José. Y fue una buena elección.
Llegamos al albergue al filo de las dos de la tarde cuando, en un nuevo cambio del tiempo, empezaba a llover sobre Negreira. El albergue hay que admitir que se encontraba en excelentes condiciones, era amplio y moderno, y con todos los servicios imaginables. Tras unas duchas rápidas y deshacer lo justo las maletas, nos dirigimos a un restaurante cercano para degustar un buen menú de la casa, a base de caldo gallego, que con el frío que empezaba a hacer vino de perlas. Por la tarde echamos unas reparadoras siestas, y luego salimos a pasear por el pueblo, con el fin de buscar un supermercado donde hacer la compra para la cena. Fue en esas cuando vimos una imagen sorprendente, para la que, la verdad, no encuentro mucha explicación:
El resto de la tarde lo empleamos lavando la ropa en las lavadoras y secadoras industriales del albergue, y a la lectura. La etapa había sido exigente, y la del día siguiente no lo iba a ser menos.Habíamos recorrido 21’6 kms. en 5h 18m 18s.
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En 2011, un año más, siguiendo la tradición empezada en 2005, volví a realizar el Camino de Santiago. En esta ocasión tenía algo de especial. Más que algo, una buena cantidad de cosas:
A lo largo de una serie de artículos, como viene siendo costumbre, iré relatando las vicisitudes de cada una de las etapas que realizamos, a saber:
Espero que os gusten estas pequeñas crónicas de nuestro viaje.