Fue el primer coche que compramos. Para ser exactos, que compró Ana, pero ya llevábamos un tiempo viviendo juntos. Y ya habíamos tenido mi añorado Alfa Romeo 33, pero éste último era heredado, lo cual supone una diferencia. Lo compramos con 33.000 kilómetros y 3 años. Durante este tiempo nos ha acompañado en nuestros periplos. Innumerables viajes a Galicia, Córdoba y Manilva, entre los más comunes. Incluyendo un inolvidable Camino de Santiago, en el que hicimos el trayecto de Sevilla a Santiago 4 personas y 3 bicicletas. Rodando Pablo, mi padre y yo desde Zamora, y Ana haciendo de coche escoba.
También a otros sitios menos comunes, como Tarifa. Pero sobre todo, nos acompañó en nuestro viaje más memorable, nuestro periplo irlandés. De Santiponce a Dublín, pasando por San Sebastián, Burdeos y Roscoff. Francia de punta a punta. Es cierto que sólo estuvo en Irlanda durante algunos meses, hasta que desde Aduanas nos indicaron que no podíamos tener el coche más tiempo allí con matrícula española, y nos resultaba más económico comprar otro coche allí que rematricularlo y registrarlo, pero incluso en ese corto espacio de tiempo, nos dio tiempo a realizar grandes travesías. Como el viaje a Sligo, al que corresponde la foto de este artículo, y nuestro punto más septentrional en la República: Mullaghmore, en el condado de Sligo.
Volvió el coche a España, y algún tiempo después volvimos nosotros. Y nos siguió acompañando. De nuevo Córdoba, Galicia, Málaga y media España a bordo de un Peugeot 206. Y así, pasó de los 33.000 kilómetros a los más de 212.000. Forcarey ha sido su hogar este último año. Pero poco a poco los achaques se han ido dejando notar. Primero falló el aire acondicionado, posteriormente problemas en bujías, inyectores, reajustes de válvulas, fallo de los pistones de la puerta del maletero. El motor era fuerte, pero poco a poco lo iba siendo menos. Hace un par de semanas, durante un trayecto al trabajo de Ana, llegó la puntilla. Una alarma de exceso de temperatura, al ir a comprobar el vaso de expansión del refrigerante, nos encontramos batido de vainilla: una mezcla de refrigerante y aceite de motor. Síntoma claro de fallo en la junta de la culata. Se puede reparar, pero no vale la pena, teniendo en cuenta el resto de achaques.
Toca despedirse de ti, y recordar los buenos tiempos vividos. Tanto viaje, tantos kilómetros y tantas historias. Como el viaje a Madrid a ver el concierto de Green Day, en el que hicimos paradas en Mérida, Cáceres y el Castillo del Buen Amor, en Salamanca. Toca decirte adiós, y dejarte descansar. Tu destino es el desguace, recuperar partes funcionales, y reciclar el resto. Desaparecerás de nuestras vidas, pero siempre estarás en nuestros recuerdos. Recuerdos que van desde Tarifa hasta Sligo. Un tremendo recorrido para un pequeño Peugeot 206.
Esta mañana te han venido a buscar. Cuando te han cargado en la grúa, no he podido evitar que se me encogiera un poco el corazón.
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El Sábado de Pasión empezamos nuestro rodar. Seis jornadas que comenzaban, como no podía ser menos, con un buen desayuno. Para ser el primer día, y pese a que teníamos por delante la segunda etapa en longitud de todo nuestro viaje, no empezamos especialmente temprano. Desayunamos prácticamente solos en el restaurante del hotel, y empezamos nuestra marcha al filo de las 9:00h.
Pese a que no era demasiado temprano, incluso para un sábado, no había prácticamente nadie en la calle. Mérida aún dormía. Ascendimos por la calle Suárez Somonte hasta las cercanías del Teatro y el Anfiteatro Romanos. No fue posible obtener ninguna buena foto, pero sí pudimos, al menos, tomar una frente al Museo Nacional de Arte Romano, cuya visita recomiendo encarecidamente. A continuación nos dispusimos a cruzar el río Albarregas, para lo cual bajmos hasta la estación de tren, pasamos junto a la basílica de Santa Eulalia, y pasamos junto al espectacular Acueducto de los Milagros, donde pudimos inmortalizar nuestro viaje en la que, a la postre, sería una de las mejores imágenes del viaje:
Cruzamos el río Albarregas sobre el puente romano -el segundo de nuestro viaje, y de muchos que habríamos de cruzar-, y nos encaminamos hacia el embalse -romano, cómo no- de Proserpina. Tomamos en ligero ascenso, bien acompañados de flechas amarillas, la carretera del Lago, en la que se ha construido un carril bici que lleva al ciclista hasta el mismísimo embalse. Algo de agradecer, desde luego.
El ascenso se fue haciendo un suave ascenso, que nos llevaría desde los 208 m. al cruzar el Albarregas hasta casi 300 m. de altitud, para luego volver a bajar al llegar al embalse. La mañana estaba algo fresca, y pelín ventosa, pero despejada y agradable para rodar.
Llegamos al embalse al filo de las diez menos cuarto. Tras las obligadas fotos de rigor, y tomarnos un rato para contemplar la maravillosa obra de ingeniería, seguimos avanzando, siempre hacia el norte. Nos encontramos con numerosos ciclistas, paseantes, y también un continuo goteo de peregrinos, nunca demasiados, pero nunca ausentes.
Bordeamos durante un rato el embalse, antes de tomar una vieja carretera llena de baches durante unos cuantos kilómetros. Una de esas carreteras por las que parece que, más que pasar los años, pasan las centurias. Tres kilómetros después de dejar atrás el embalse, tomamos una pista que nos introdujo directamente en la dehesa extremeña, camino del pequeño pueblo de EL Carrascalejo.
El camino era ancho, agradable y cómodo, si bien en un pequeño y suave ascenso, que marcaría su máximo (307 m.) poco antes de llegar a El Carrascalejo. Un camino cómodo y sin demasiados sobresaltos.
Dejamos atrás El Carrascalejo y su sólida iglesia de estilo tardomedieval -apenas hay mucho más para ver en el pueblo-, camino de la que sería la primera pausa de nuestra jornada: Aljucén. Esta población se encuentra en una vaguada cercana al río del mismo nombre, y llegamos a ella en una suave bajada tras un pequeño alto en el que pudimos encontrar una de las cruces de Santiago hechas en forja que decoran esta parte del Camino:
En el mismo Aljucén encontraríamos otra de estas cruces, colocada en un miliario romano que se alza en un parque junto a la iglesia local. Eran las once menos veinte, y llevábamos ya 16 kilómetros de etapa. Apenas una pequeña porción de lo que teníamos por delante. Hicimos una pausa para tomar un café, y pegamos algo la hebra al camarero del bar. Nos comentó la posibilidad de visitar un cercano dolmen ibérico, pero ello hubiera añadido unos 28 kilómetros más a nuestra etapa, ya larga de por sí, así que optamos por descartarlo.
Por delante teníamos dos alternativas: seguir rodando por la N-630, o continuar por el Camino. Creo que no es necesario decir quién optaba por cada una de las alternativas. Tras un pequeño debate, optamos por seguir el plan previsto: el Camino. Sin embargo, algo más adelante, y de acuerdo a nuestra guía, había dos variantes en el Camino. A este respecto, la Junta de Extremadura hizo hace algunos años un trabajo interesante: delimitó la Vía de la Plata con una serie de cubos de granito, a los que hay adheridos unos azulejos. En color verde indican el trazado original de la Vía de la Plata. En amarillo indican alguna alternativa transitable en caso de que el trazado original esté perdido o sea de difícil acceso, y bicolor en caso de que ambos trazados coincidan. En este caso concreto, la Vía presentaba algún problema de tránsito por la finca de un particular.
Salimos de Aljucén y tomamos por un corto período de tiempo la N-630, hasta cruzar sobre el río Aljucén, justo tras lo cual abandonamos la carretera y tomamos, a nuestra derecha, una pista que iba paralela al río. Algo menos de 2 kilómetros después, llegamos hasta los restos del puente romano sobre el río, atribuido al emperador Trajano, y del que tan sólo se conservan los cimientos:
…y, en efecto, encontramos el punto de la polémica. Se podía apreciar cómo los cubos marcaban diferentes trazados, así como las flechas amarillas del Camino. Optamos por descartar el camino presuntamente problemático (pero fiel al original), y continuamos por el trazado alternativo.
Continuamos, por tanto, por el camino señalizado en amarillo, camino del Cruce de las Herrerías, cercano a Alcuéscar. Unos 13 kilómetros hasta el Cruce, en lo que iba a convertirse en la segunda de las dos mayores subidas del día, en la que pasaríamos de los 261 m. hasta los 492. El paisaje continuaba siendo una dehesa extremeña, plagada de encinas ocasionalmente de monte bajo, en lo que constituía parte del Parque Natural de Cornalvo y Sierra Bermeja. El camino, pese a todo, no era malo, pese a que en algún momento fuera necesario vadear algún arroyo, que se cobró su peaje en forma de pies mojados. Cosas de calcular mal la profundidad y la consistencia del fondo.
Afrontamos la subida, que en ocasiones se hacía ciertamente pesada, sobre todo con alforjas, con la obligada paciencia. No se trataba de reventar, sabiendo que aún teníamos por delante más de la mitad de la jornada, y especialmente, las dos principales cotas del día. El clima, por lo demás, ayudaba: un viejto fresco, que no molestaba demasiado, y una temperatura agradable, que invitaba a quitarse capas de ropa. Algo que, a la larga, se revelaría como un error.
La subida al Cruce de las Herrerías acabaría atragantándosenos un poco. Por el camino encontramos a unos cuantos peregrinos más, especialmente centroeuropeos. Nos llamaba la atención verlos ya coloraditos por el sol, pese a que -pensábamos- no estaba picando tanto. Qué poco aguante tienen estos extranjeros, bromeamos.
Coronamos el puerto a las 12:46h. Allí teníamos dos alternativas: dirigirnos hacia Alcuéscar, y desde allí ir a Casas de Don Antonio por el trazado de la Vía, o bien desviarnos hasta el Cruce y tomar la N-630. En este caso, y tras la exigente subida, optamos por esta segunda opción. Rodamos rápidamente por la Nacional, para llegar, en suave bajada, tras 7 kilómetros hasta Casas. Hicimos una pequeña pausa en un decrépito bar de carretera para tomar unos Acuarius. La idea era parar allí a comer, pero el sitio no invitaba especialmente a ello.
Seguimos otros 6 kilómetros por carretera hasta Aldea del Cano. Poco antes de llegar encontramos el Puente de Santiago, medieval…
…y una reproducción de un miliario romano, en concreto del miliario XXV. Entre miliarios originales y reconstrucciones llevábamos ya unos cuantos en el cuerpo.
Seguimos nuestra ruta, para llegar poco después a Aldea del Cano, donde sí encontramos un sitio más acogedor para parar a comer. Nada del otro mundo, en cualquier caso. Un par de bocadillos y a seguir. Pero disfrutamos la pausa. No en balde llevábamos ya 50 kilómetros de etapa y 5 horas largas de recorrido. Viendo que la jornada iba a ser larga, y la llegada a Cáceres tardía, optamos por buscar algún albergue por Internet en Cáceres. Encontamos y reservamos en el Albergue Las Veletas, cercano a la Plaza Mayor. Un problema menos en mente.
Reanudamos la marcha a las 15:00h. Dado que en el tramo de Nacional habíamos recuperado un buen tiempo, optamos por abandonar -pese a las protestas de mi padre- la carretera para seguir un rato más por el trazado de la vía, pese a que con ello nos íbamos a perder una pequeña atracción de la carretera: el paso junto al castillo del Garabato.
Cruzamos sobre la autovía A-66 para internarnos, de nuevo, en la más pura dehesa extreñema. Tras un tramo de pequeñas subidas y bajadas llegamos hasta el aeródromo de La Cervera, que se encontraba poco menos que abandonado. Parecía más un escenario de una película que un verdadero aeródromo. Cruzamos -no quedaba más remedio- por mitad de la pista. De todas maneras, parecía poco probable que un avión fuera a aterrizar en ese preciso momento. Obvio es decir que no fue así.
Poco después llegamos hasta un curioso pozo con el mal nombre de La Reventada, y seguimos, siempre al norte, en constantes subidas y bajadas, hacia el río Salor y el puente romano de La Mocha, que permite cruzarlo.
Una vez pasado el puente, llegamos a la cercana población de Valdesalor. Hicimos una nueva parada, la última ya, antes de Cáceres. No era para menos. Teníamos por delante el mayor desafío del día. El puerto de Las Camellas. Aunque en altitud era inferior al Cruce de las Herrerías (477 m. frente a 492), tenía la desventaja de ser más corto, y de llevar nosotros más kilómetros en las piernas. En esta ocasión tocaría subirlo por asfalto.
Dejamos atrás Valdesalor y tomamos de nuevo la N-630, que ya no abandonaríamos hasta coronar el puerto, junto a la base militar de Santa Ana. El viento, que nos había acompañado durante todo el día se dejaba notar con gran fuerza en el puerto. Pero después de lo que llevábamos encima, no quedaba sino apretar lo dientes, y seguir avanzando. Tras coronar el puerto abandonamos la carretera y, por un descampado bastante desolado, junto a la cerca de la base, emprendimos la bajada hacia la cercana Cáceres. Entramos por un polígono industrial sin nada que destacar para, poco después, llegar a una versión más amable de la ciudad Patrimonio de la Humanidad, al llegar a la plaza del puente de San Francisco. Desde allí bordeamos la muralla por la calle de San Roque, y entramos en el casco antiguo por la Puerta del Concejo.
Deambulamos un poco por el casco de Cáceres, para llegar a la Concatedral, donde sellamos las credenciales, y posteriormente a la Plaza Mayor, pasando por el Arco de la Estrella, y pasando junto a la Torre Bujaco. La primera jornada había terminado.
Pero no así el primer día. Nos dirigimos al albergue de Las Veletas, una bonita casa antigua convertida en casa de huéspedes. Allí compartimos habitación con un peregrino a caballo. Nos duchamos, preparamos bicis y arreos para el día siguiente y… ¡vimos que estábamos quemados como cangrejos! Tanta brisa y tan poca sombra, y nos habíamos quemado como vulgares guiris sin darnos cuenta.
Empleamos el resto de la tarde en buscar una farmacia donde comprar crema para después del sol y protector solar, mi padre escuchó misa en las cercanías de la Plaza Mayor, mientras yo leía, en una terraza en la Plaza, tomando un vermú. Luego cenamos en otra terraza, con una excelente vista de la torre de los Galarza, y nos recogimos temprano.
Los datos de la etapa son los siguientes:
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En la Semana Santa de 2015, fieles a una tradición que en 2015 cumplía 10 años, mi padre y yo nos volvimos a poner en marcha para completar una aventura jacobea. En este caso, se trataba de culminar el Camino Mozárabe entre Córdoba y Santiago de Compostela, del que ya habíamos hecho dos tramos:
Se trataba, en este caso, de culminar el tramo intermedio, entre Mérida y Zamora. 358 kilómetros a realizar en 6 jornadas, alternando asfalto, pista, senderos y -gracias, gracias, gracias- antiguas vías romanas que cruzan la Península de Sur a Norte, con 2000 años de historia a sus espaldas.
La fecha escogida, como en otras ocasiones, fue la Semana Santa, al disponer de una serie de días de vacaciones que facilitaban enormenente estas tareas logísticas. A fin de poder aprovechar la Semana Santa de manera íntegra, decidimos realizar entre el Sábado de Pasión y el Jueves Santo, y poder tener algunos días para otros menesteres: mi padre -el auténtico héroe- salir el Viernes en procesión con la Hermandad de Los Dolores, y yo pasar unos días de vacaciones en Galicia con Ana.
En esta ocasión, y para evitar dolores de cabeza, decidimos salir juntos desde Sevilla el mismo Viernes de Dolores. Tras finalizar mi jornada laboral, me dirigí a Santiponce, cerré la casa, y con la bicicleta ya preparada, me dirigí a la estación de autobuses de Plaza de Armas.
Mi padre, por su parte, tomó el regional entre Córdoba y Sevilla, para llegar a la estación de tren de Santa Justa. Desde allí cruzó Sevilla hasta llegar a Plaza de Armas, donde nos encontramos. El día era caluroso y seco. Qué diferencia con la Semana Santa de 2013. No había color.
En Plaza de Armas empaquetamos las bicis y nos dispusimos a esperar el autobús. Era un día de mucho trasiego de viajeros, y se notaba. Comienzo de vacaciones para muchos, y de aventuras para unos cuantos, entre los que nos encontrábamos. Las aventuras, en realidad, empezaron pronto. El autobús venía con retraso, a resultas de lo cual no llegamos hasta Mérida hasta el filo de las once de la noche. Al menos no tuvimos que preocuparnos de buscar restaurante para cenar, ya que lo hicimos en una de las paradas del autobús. Y, al llegar tan tarde, pudimos captar alguna bonita fotografía del Puente Lusitania, desde el Puente Romano de Mérida. Que hubiera sido el interesante de fotografiar, pero no se puede tener todo…
La noche en Mérida la pasamos en el Hotel Nova Roma, que ya conocía de haber visitado Mérida con Ana unos años antes. Céntrico y con un precio razonable, nos permitía hacer una salida temprana desde una ubicación inigualable en nuestra primera jornada.
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La que a la postre acabaría siendo la última etapa de nuestro viaje empezó temprano, muy temprano. Apenas eran las 7:15h de la mañana y ya nos encontrábamos rodando camino de la estación de tren de Castuera. Se trataba de una mañana fría y nubosa, que no presagiaba nada bueno en lo meteorológico. Apenas llegamos a la estación, en donde no había nadie a tan menguada hora, pegamos la hebra con el jefe de estación, con la idea de intentar averiguar dónde podríamos encontrar una tienda de bicicletas en Don Benito.
Éste, muy amablemente, nos buscó la información por Internet, dando con la tienda de bicis más afamada de la comarca, Ciclos Cuadrado, e incluso nos hizo un croquis de cómo llegar allí desde la estación. E incluso, ya que teníamos previsto rodar desde Don Benito a Mérida, nos sacó unas capturas de Google Maps, a fin de que tuviéramos algún tipo de mapa de carretera. A eso de las 8 tomamos el tren dirección Mérida, y nuestro caso con parada en Don Benito. Con apenas dos paradas (Campanario y Villanueva de la Serena), llegamos a Don Benito a las 8:35h.
Aún no llovía, pero pintaban bastos. Así que corrimos a buscar -dado que a esa hora la tienda de bicicletas no iba a estar abierta- un sitio donde tomar un desayuno. Acabamos parando en un bar cercano a la plaza de toros, y que no distaba demasiado de la tienda de bicis. Allí nos tomamos nuestro tiempo, pues prisa no había, y sí malas perspectivas meteorológicas.
En efecto, cuando tocó abandonar el bar e ir a la tienda de bicis, la lluvia hizo por fin acto de presencia. Y qué presencia. Empezó a descargar con saña, haciendo que en un trayecto de unos pocos centenares de metros acabáramos como sopas. Eso acabó por desmoralizarnos. Eso y que la predicción para el resto del día era igual o peor. Pero ya que estábamos, arreglaríamos la bici. En efecto, tocó cambio de cadena y, ya de paso, de cable del cambio, amén de un ajuste del desviador que el dueño de la tienda no quiso cobrarme. Un trato excelente.
Así pues, visto lo que teníamos por delante, descartamos seguir camino de Medellín y de Mérida. Ya habíamos tenido suficiente agua, averías e infortunios en lo que llevábamos de viaje. Y dado que teníamos una estación de tren a tiro de piedra, decidimos tirar la toalla. Por ese año ya estaba bien. No en balde, habíamos hecho ya 150 km. plagados de todo tipo de problemas, de los casi 250 que teníamos previsto hacer.
El camino de la tienda de bicis a la estación fue otro aguacero. Que irónicamente terminó al poco de llegar a la estación. Si bien es verdad que no por mucho tiempo, ya que los aguaceros iban y venían. Teníamos una larga espera -hasta las 14:25h- por delante, ya que apenas eran las 11 de la mañana. Matamos el tiempo como bien pudimos, y aprovechamos para poner la ropa a secar.
Como no podía ser menos, el tren acabó llegando, y en apenas 40 minutos de viaje estábamos en Mérida. Habíamos llegado, sí, aunque no de la manera esperada. Y encima, el día volvía a amenazar con descargar agua. El viento, como a primeras horas de la mañana, no prometía nada bueno. Así que nos apresuramos. Había que cruzar la ciudad de Mérida para ir de la estación de tren a la de autobuses. No tardamos en llegar a las cercanías del Puente Romano, donde encontramos, junto a la estatua de la Loba Capitolina, un monolito del Camino Mozárabe:
Echamos algunas fotos más junto al Puente…
…que no dudamos en atravesar…
…a todo correr, porque aún no habíamos cruzado el Guadiana cuando empezaron a caer gotas gordas como cocos de La Habana. Y de esta manera, dimos por finalizado nuestro recorrido por el Camino Mozárabe. Almorzamos en la estación de autobuses, y esperamos con calma nuestros autobuses. Mi padre tomó el suyo a Córdoba a media tarde, y yo el mío a Sevilla algo más entrada la noche.
Pero como toda buenas historia, el final de ésta fue el germen de la siguiente. Habíamos recorrido la Vía de la Plata entre Zamora y Santiago, y el Camino Mozárabe entre Córdoba y (ejem) Mérida. ¿Por qué no realizar el trozo que faltaba entre Mérida y Zamora? Y así, con este germen de idea, empezamos a pensar en nuestro nuevo reto.
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El pasado martes, un día antes de lo previsto, alcanzamos Mérida en nuestro viaje ciclista con alforjas por el Camino Mozárabe, que empezamos el sábado anterior. Cuatro días marcados por el viento, el frío, la lluvia e incidencias mecánicas, para las que no encontramos repuestos en 100 kilómetros de viaje. Pero llegamos.
En breve narraré las incidencias del viaje, que, pese a todo, fue una virguería en la que disfruté cada segundo.
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