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Deme diez hombres como Clouseau y podría destruir el mundo
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24 jun 09 Planificación de etapa a Cardeña (07/09/2002)

Nota: Esta va a ser la primera entrada recuperada en el ámbito de “Are you from the past?“. Por lo demás, no ha sufrido ningún cambio con respecto a cuendo fue publicada, salvo la corrección de los enlaces correspondientes a las imágenes mostradas que, por lo demás, son las mismas.

(Esta etapa aún no se ha realizado. Sin embargo, está ya por entero planificada. La crónica que aparece a continuación es la del viaje previo que hice en coche por el trazado a seguir. Por ello considero que merece ser incluido en la sección, ya que es sumamente detallado.)
Córdoba, 7 de Septiembre de 2.002.

Poneos en situación: sábado, 7 de septiembre, un poco antes de las diez de la mañana. Un chalet adosado en una zona residencial de Córdoba. Blanco, tejas rojas, con jardín pequeñito delante.

Fijaos en la fachada. A la izquierda, en la planta superior, se ve una ventana con una cortina de láminas de color rojo. Introducios a través de ella. En un sofá-cama, hay un joven durmiendo. Un radio-despertador lleva ya un largo rato vertiendo el vitriólico contenido de las ondas en la habitación. Fernando Delgado, para ser exactos, aunque no venga a cuento.

Y, de repente, el joven abre los ojos. Se queda mirando el techo de la habitación durante unos momentos y, acto seguido, se levanta. Apaga la radio, se quita el pantalón corto de dormir, se muda de ropa interior, se introduce en unos vaqueros y una camiseta gris claro, uno de los últimos vestigios de un foro de empleo, y se calza unas zapatillas de deporte.

Entra en el cuarto de baño, se refresca la cara y, a continuación, vuelve a su habitación. De ella recoge las hojas del servicio geográfico del ejercito correspondientes a Montoro, Bujalance y Cardeña, unas gafas de sol, la cámara de fotos, documentación, móvil, llaves y un bolígrafo. Busca por un breve espacio de tiempo un cuaderno de notas y, al no encontrar ninguno, agarra una vieja agenda con sección para notas. Y, con un gesto de determinación pintado en el rostro, abandona la casa y se introduce en su coche.

Lo habéis adivinado. Ese soy yo.

Acaban de pasar las diez de la mañana, y estoy montado en mi coche camino de Adamuz. Cuando me he despertado, he sentido el irresistible, poderoso y definitivo impulso de comprobar el estado de la carretera Villafranca-Adamuz.

Sé que, dicho así, es una locura. Tal vez la explicación que voy a dar en las siguientes líneas no haga que cambiéis de opinión, pero al menos dejadme intentarlo. Llevo algún tiempo planificando una salida ciclista: Córdoba-Cardeña. Y uno de los posibles recorridos pasa por dicha carretera; carretera que no conozco nada más que sobre una carta, y en un perfil trazado con un programa informático. Y me gusta conocer con exactitud aquello que voy a recorrer en bici, para luego no llevarme sustos. Ése es el motivo. Creo que la cosa no mejora.

Son las diez y diez, y estoy en estos momentos en la glorieta de Carlos III. La cinta de Mikel Erentxun acaba de terminar de rebobinarse en el radiocasete del coche. Es una cinta de 60′. Me ayudará a medir el tiempo que voy a pasar en la carretera. Subo la joroba de Asland y tomo la ronda este. Abandono ésta en la salida hacia la antigua nacional IV, y viajo por ella en sentido Alcolea. Hay muy poco tráfico. Una mañana tranquila.

Al cabo de un rato llego hasta el desvío hacia el pantano de San Rafael de Navallana. Debo cogerlo, para, posteriormente, tomar la antigua carretera de Villafranca. La carretera del parque acuático. Y atomáticamente empiezo a tomar nota mental del trazado.

En puridad, aún no es necesario. Conozco esta carretera de las veces que he ido a El Carpio en bici, y de las veces que he ido al parque acuático. Pero aun así, tengo que hacerlo. Ésta es una carretera que va por las estribaciones de Sierra Morena. Este hecho marca de manera trascendental su trazado y sus características. Es un auténtico sube y baja, una “etapa pestosa”, como dicen los ciclistas profesionales. Por otro lado, el asfalto no está en demasiadas buenas condiciones. Asfalto viejo, fino, de ese que, cuando vas en bici, con gotas de sudor como puños cayendo por tu frente, te deslumbra cuando miras hacia delante, porque refleja el sol como si fuera un espejo. Y hace que maldigas el momento en que alguien te regaló tu primera bici.

Pero esta vez voy en coche.

Hay muy poco trafico, y eso me gusta. ¿Quién iba a querer tomar esta carretera, teniendo la autovía que te lleva a Villafranca en menos tiempo y con menos sustos? Lo que sí que hay son muchos ciclistas. Y eso me gusta. Hay un tramo intermedio en que la carretera mejora. Más amplia, dos carriles, asfalto contemporáneo. Ese tramo lo arreglaron hace ya algunos años. Pero al poco, de vuelta a lo mismo. Apenas me he cruzado con dos coches, un Volkswagen Golf blanco, y un Mercedes oscuro, al que un grupo de ciclistas hizo detenerse cuando iba a adelantarlos, porque yo venía de frente. Aquí los que mandan son los ciclistas.

Un poco antes de llegar al parque acuático se acaba el sube y baja, y la carretera se vuelve llana y recta. Incluso el asfalto mejora. Y un poco antes de llegar a Villafranca, la carretera torna a un suave y progresivo descenso. He llegado a Villafranca. Según la carta del ejercito, debo rodear el pueblo para tomar la carretera que conduce a Adamuz. Pero, antes de ello, me detengo en la gasolinera que hay a la salida del pueblo. Llevo algo menos de un cuarto de deposito de gasolina, y no quiero llevarme sustos. Le echo diez euros, lo que hace que la aguja indicadora llegue hasta el nivel de medio deposito. Hay una pareja alemana (lo sé por la matricula de la furgoneta) lavando su vehículo en la gasolinera. La teutona, rubia, delgada, joven y con aspecto cansado, me sonríe. Le devuelvo la sonrisa y me vuelvo a introducir en el coche. Y sigo el indicador que señala hacia Adamuz.

Al poco salgo de Villafranca. La carretera se ve en bastantes buenas condiciones. Asfalto nuevo, líneas aún bien marcadas. Y una carretera recta, muy recta, que apenas va describiendo una suave curva hacia la izquierda.Y, poco a poco, la carretera va haciéndose más y más empinada. Iquietantemente empinada. Varios carteles indicando obras y presupuestos de la Junta de Andalucía distraen mi atención de la carretera. El paisaje circundante se ve bonito, pinares, y vegetación mediterránea. Hay varios ciclistas ascendiendo penosamente por la carretera. Me cruzo con una cabeza de camión tractora. Da la sensación de que vaya a perder el contacto de las ruedas traseras con el asfalto, y caer de morro contra la carretera. La pendiente sigue picando hacia arriba, poniendo en aprietos a la mecánica de mi Ford Fiesta. Y, de repente, me encuentro con una señal que me advierte que en los próximos kilómetros estaré sometido a unas pendientes del 10%.

Sin embargo, hay algo que no encuentro. Pablo me había comentado que la subida hacia Adamuz por la carretera de la sierra era muy grato a la vista. Pero ahí no había sierra ni había nada. La carretera transcurría de manera casi permanente entre los terraplenes de los montes que fueron desmontados para hacer el nuevo trazado de la carretera. Era indudable que Pablo había pasado por ahí antes de que se operara semejante cambio. Aunque hay algo que me motiva a seguir esta carretera, y no es sino la existencia de un búnker de la Guerra Civil. Al parecer, puede divisarse a la derecha del primer puente, en el tramo de bajada.

A los cinco kilómetros de salir de Villafranca, llegué a la cima de la carretera. Desde ahí me esperaba un descenso hasta Adamuz, y una nueva señal me advertía de la existencia de un descenso con pendientes del 10%. Pero, a mitad del descenso, las obras de la carretera, que aún no se encuentra terminada, obligaban a desviarse por lo que supongo se trataba del antiguo trazado de la carretera. Y digo supongo porque la mayor parte del tiempo se trataba de un pedregal arrasado por los camiones de gran tonelaje. En breves momentos parecía que se volvía a un primigenio asfalto, pero no puedo confirmarlo. Sin embargo, en ese trazado alternativo el paisaje era bastante agradable. Ahí me crucé con otro coche, un Peugeot 206. Al poco, y tras pasar bajo el puente en construcción de la nueva carretera, fui devuelto al nuevo trazado, que ya no abandoné, de nuevo en fuerte bajada, hasta Adamuz, justo en cuya entrada había un acusado ascenso. Me detuve un momento en una calle de entrada al pueblo. Ya había cumplido. Había llegado a donde me proponía. Ya podía volver. Pero caí en el error de preguntarme “Bueno, ya he llegado hasta aquí. Pero en fin, ya da lo mismo seguir hasta el camino de atajo que hay cerca de Montoro, ¿no?” Efectivamente, ya puestos, y habiendo llegado hasta Adamuz, me daba igual seguir un poco más. Así que consulté la carta de Montoro, en la que sale parcialmente el casco urbano de Adamuz y la entrada de la carretera proveniente de Villafranca.

Veo que la carretera que tengo que tomar es la que va hacia Villanueva de Córdoba. Sigo la indicación correspondiente, y al poco, tras pasar junto al cementerio del pueblo, desemboco en una calle que bordea un paseo. Le pregunto a un anciano que se encontraba paseando, y que me indica que debo ir hacia la izquierda, y al encontrar la correspondiente indicación, girar a la derecha. Dicho y hecho, tomo una calle que sale en pendiente ascendiente del pueblo. De nuevo, la carretera es bastante mala, muy parcheada y estrecha. Pero en ella el tráfico es nulo. Al kilómetro de salir del pueblo, tengo que tomar un desvío que lleva hacia Montoro, que es mi objetivo.

Aunque parezca imposible, la carretera estaba aún en más precarias condiciones. Más estrecha y con el firme de peor calidad. El desvío era a mano derecha sobre un puente, y emprendía un suave ascenso por la sierra. Al poco dejaba de ser suave, y el asfalto seguía empeorando. Un poco después, emprendíamos el descenso, y de nuevo la subida. De nuevo trazado “pestoso”. Pero, eso sí, ni un alma en los contornos. Y un paisaje precioso. Cultivo de olivares en la sierra. Un trazado muy sinuoso y en continuo descenso me llevó a un pequeño puente sobre un arroyo, que no tenía indicación de su nombre. De nuevo, una subida, cada vez mas pronunciada. Una de las señales que indicaban precaución para los que pudieran venir en sentido contrario, rezaba que había sido impresa en el año 1.976. El estado de esa señal y de sus compañeras lo confirmaba sin posibilidad alguna de error. Crucé otros dos arroyos y al poco subí una pronunciada pendiente, justo en cuya cima había un desvío a mano derecha que no había que seguir, por lo cual seguí de frente. Tras cruzar otros dos arroyos, y por un trazado igualmente sinuoso y de continuas subidas y bajadas, desemboqué en una carretera que se encontraba en mejor estado. Algo más ancha, y con un mejor asfalto. Giré a la derecha, y seguí mi camino.

Sin embargo, no era una nueva carretera. En realidad, era la misma, según pude comprobar por los mojones kilométricos y la carta del ejército. Sólo que giraba a la derecha justo cuando otra carretera se le incorporaba desde la izquierda. Justo en ese punto, había un pequeño grupo de casas, además de una tienda de comestibles. Los vecinos, que se encontraban de tertulia junto a la carretera, se me quedaron mirando, cual si mi paso por allí fuera un espectáculo. Qué bucólico y pastoril. Aunque lo que de verdad me llamó la atención fue el encontrar una parada de autobús por aquellos andurriales. Sorprendente.

A unos tres kilómetros de allí debía encontrarme con el puente sobre el río Arenoso. Tras un breve tramo recto y con suave pendiente descendiente, empezó un descenso más acusado y mucho más sinuoso. Tremendamente hermoso. Y, efectivamente, a los tres kilómetros llegué hasta el cauce del río. Aunque no sé por que lo llaman río. Yo más bien lo llamaría “Cauce Arenoso”. O “Pedregal Arenoso”. Porque allí no había agua ni nada que se le pareciese. Eso sí, había un puente enorme, de (si no recuerdo mal) tres ojos. Así que me supongo que en invierno debe de ser algo digno de verse. Y, de nuevo, a subir. Aunque no tanto como me temía por el perfil trazado por ordenador. De todas maneras, estaba a punto de llegar al final de esta tramo del trayecto. A unos dos kilómetros y medio del puente sobre el río la carta señalaba el comienzo del camino que servía como atajo entre esta carretera, y la que nos debía conducir hasta Cardeña. La carta seguía siendo fiable. Apareció justo donde la carta indicaba, a la izquierda de la carretera. Pasé doscientos metros el camino, y me detuve en un tramo recto y llano, junto a un campo labrado. Y de nuevo la pregunta: “Si he llegado hasta aquí, ¿por qué no seguir un poco más?” Dos opciones, bajar hasta Montoro, o recorrer el camino, y volver hasta Montoro por la otra carretera. Eran ya las once pasadas de la mañana, ya había escuchado la cinta al completo y ésta había vuelto a empezar.

Y volví a caer. Di la vuelta, y tomé el camino. Un camino de tierra, que no permitía una velocidad superior a los 20 Km/h, y eso en sus mejores tramos. A ratos era un verdadero pedregal. Hubo momentos en que creí que se me iba a caer el tubo de escape, de los golpes que pegaba contra el chasis (bien es cierto que, desde la última vez que se lo cambiamos, no esta muy católico, pero en fin). En torno al kilómetro y medio, me crucé con un coche, un Peugeot 205 cuyo conductor se me quedó mirando con cara suspicaz. Y, al poco, me crucé con un convoy de 6 coches. Todos Volvos, Seat Toledo y Volkswagen. Nuevos, relucientes, con conductores y pasajeros jóvenes. Me llamó mucho la atención. Y aun más me llamo la atención un detalle: el copiloto del último coche era clavado a Antonio Jesús Pérez Polo, compañero de informática.

Un poco después, a los dos kilómetros desde el comienzo, llegué a un cruce, que ignoré. Seguí recto, y, a los dos kilómetros del cruce, y tras un breve descenso, llegué a la carretera que subía a Cardeña, junto a la que había una nave de una empresa de abonos y maquinaria agrícola. A la derecha, Montoro. A la izquierda y, en descenso, el camino hacia Cardeña. Y de nuevo la pregunta. Me sonreí, y pensé “Bueno, de perdidos al río.” Y giré a la izquierda.

En este caso, más que de perdidos al río, de perdidos al arroyo. Al arroyo Arenosillo, que me esperaba unos dos kilómetros y medio mas adelante. La carretera estaba en un estado similar a la de Villafranca. No muy bueno, pero tampoco demasiado malo, aunque el asfalto era de mejor calidad. El descenso era acusado, aunque sin llegar a ser excesivo. Y otra vez, en lugar de encontrarme con una corriente de agua, me encontré con otro pedregal. El pedregal Arenosillo. Y un puente de entidad que lo cruzaba. Curioso. Una suave pendiente de ascenso, y una bifurcación. La mía era la de la derecha, la más empinada. Aunque mucho menos de lo que cría y me temía. De hecho, era mucho más suave de lo que me esperaba. Asequible, diría. Y un muy buen paisaje. Pero un asfalto infame. Más que asfalto, parecía gravilla compactada. Y 35 kilómetros hasta Cardeña.

Al poco de tomar el desvío, me tope con un mojón kilométrico. Kilómetro 7. Hasta el kilómetro 20, la carretera, muy sinuosa, subía y bajaba de una manera sumamente suave o, como mucho, de manera moderada, dentro de una constante general de ascenso, obviamente. Sin embargo, no era demasiado duro. Mucho menos de lo esperado. Pero a partir de este kilómetro 20, y hasta el 24, el trazado se hizo algo más duro. Justo a la altura de este kilómetro 20, aparecieron los primeros carteles que avisaban de la llegada al Parque Natural de Montoro-Cardeña.

Entre el kilómetro 23 y el 24 no pude evitar el detener el coche dos veces. El paisaje que se ofrecía a mis pies, a la izquierda de la carretera, era espectacular. Una preciosa vista de la sierra se extendía ante mí. Saqué mi cámara y lancé tres fotos. Hasta la 35 del carrete. Y continué. De nuevo pasado el kilómetro 24 la carretera, que seguía igual de sinuosa, volvía a ser de pendientes más suaves. En torno a esa altura, sobrepasé a un ciclista que, con el rostro descompuesto, subía trabajosamente por un tramo casi llano de la carretera. Una pájara de campeonato. Lo que más me llamo la atención es que el chaval llevaba culotte hasta los tobillos. No es que hiciera mucho calor, pero tampoco hacía, desde luego, frío como para llevar esa prenda. A partir del kilómetro 27, la carretera transcurría prácticamente llana hasta incorporarse a la N-420. En esta parte de la carretera, la vegetación circundante era mas bien una dehesa. Pero aun así, preciosa.

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(Vista del Arroyo Arenosillo)

La N-420 pasa sobre la comarcal por la que yo circulaba. La crucé por debajo, y un poco mas adelante, llegué hasta una rotonda que te permite tomar varias direcciones. Para tomar la dirección hacia Córdoba, o hacia Cardeña, de nuevo hay que pasar por debajo de la nacional y, en una nueva rotonda, se puede optar por ir hacia Cardeña, a la derecha, o hacia Córdoba, a la izquierda. Me desvié a la derecha, y tomé la carretera hacia Cardeña, mientras que la nacional se iba separando progresivamente hacia la derecha. En torno a un kilómetro y medio después y, tras una curva a la izquierda y una a la derecha, apareció Cardeña. A la entrada del pueblo, varios carteles anuncian que estas llegando a un pueblo galardonado con varios premios del Ministerio de Información y Turismo. La calzada, justo al entrar a Cardeña, se convierte en un adoquinado similar al de la Plaza de las Tendillas. Y no puedes menos que estar de acuerdo con el susodicho ministerio en admitir que Cardeña merece dichos premios. Al poco de entrar al pueblo, en suave descenso, divisé a la izquierda una panadería, a la derecha una gasolinera CAMPSA, un poco más adelante una nueva panadería, a mano derecha, y justo en la parte opuesta de la calle, una forja (ojo, no una herrería, sino una tienda que se anunciaba como “Forja”). Aparqué ahí, ya que un poco más adelante se encontraba la plaza del pueblo que recordaba que Beatriz Gascón me había mencionado alguna vez. Lo mismo que el asunto de la panadería, por eso recuerdo que me fijé en ello. Hora: las 12:35, la cinta había pasado por completo dos veces, y ya iba más que mediada la primera cara.

Guardé las cartas en la guantera, introduje la agenda bajo el asiento del acompañante, y cogí la cámara y el móvil. Entonces caí en la cuenta de que se había apagado. Sin batería.

Una de las cosas que más me llamó la atención fue el ayuntamiento. Se encuentra justo a la entrada de la plaza, a mano izquierda. Es pequeño y blanco, pero la pequeña torre del reloj es muy llamativa: cuadrada, pero completamente recubierta de unos pequeños azulejos de color azul oscuro, casi púrpura. Y con unos curiosos pináculos de color cobrizo, si bien uno estaba roto. Otro detalle curioso es que tiene tres (no dos, Bea) relojes. Bueno, no puedo asegurar que no tenga cuatro porque el cuarto lado no es visible desde la plaza. Le eché una foto, la ultima del carrete. Encendí el móvil y, como aguantaba, le envié un mensaje a mi amiga Bea Gascón, cuya familia es de Cardeña. Algo así como “Bonito pueblo, Cardeña. Y curioso el ayuntamiento”. Al poco me envió un mensaje preguntándome si estaba allí o lo estaba viendo en algún lugar, pero no pude contestar debido a que la batería de mi móvil dijo “basta”. Fui al coche, cogí la agenda, y hubo suerte, el móvil de Bea Gascón estaba en ella. Volví a la plaza, y la llamé desde la cabina. Estuvimos hablando un poco y me recomendó un sitio donde comer algo porque, recordad, no había desayunado.

cardenha-ayuntamiento.JPG

(Ayuntamiento de Cardeña)

Sin embargo, y en vista de que empezaba a ser algo tarde (12:45h, y aún tenía que volver a Córdoba), decidí obviar el desayuno, y regresar a Córdoba. Por cierto, me llamó la atención el hecho de que la aguja del indicador de gasolina apenas había descendido un poco desde el medio deposito.

Esta vez decidí volver por la vía rápida. Tomé la N-420 y bajé hasta Montoro. La N-420 es una muy buena carretera, ancha y con arcenes. El paisaje circundante no está mal, pero nada que ver con el de subida por la otra carretera. Y, de nuevo, tuve que darle la razón a Bea Gascón. La bajada desde Cardeña, en especial un largo tramo, es bastante escalofriante, con pendientes muy acusadas. Muy buena carretera para el tráfico en general, pero nefasta para los ciclistas. Muy peligrosa, por las velocidades que se pueden alcanzar.

Por Montoro no se llega a pasar, hay una circunvalación que comunica directamente con la autovía. La tomé, y al cabo de un rato estaba de nuevo en Córdoba. Para ser exactos, estaba entrando en el barrio de Santa Rosa a las 13:35h.

Ya conozco el trazado. Es largo. Es complicado. El tramo desde Villafranca hasta Adamuz sobrepasa la categoría “Barbarie” para entrar de lleno en la categoría “Sabía que estabas loco, pero eso es excesivo incluso para ti”. Pero el recorrido general es precioso, y merece muy mucho la pena hacerlo. Y eso que no he visto los senderos por dentro del Parque Natural.

Acceso al álbum fotográfico

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24 jun 09 Nueva categoría: “Are you from the past?”

Una de las cosas que tiene el que te guste escribir es que generas cantidad de literatura. Mala o buena, ya es otro cantar, y no es este ni el momento ni el lugar para tratarlo. Probablemente yo tampoco sea quién para hacerlo, pero es algo que no viene al caso.

Si lo anterior lo combinamos con el hecho de que uno lleva ya metido en la informática “algún” tiempo, hace que los escritos anteriores se hallen diseminados por ahí en diversos formatos. Es más, en mi caso, algunos de ellos se hallan en diversas bases de datos.

En un ejercicio de nostalgia claramente peligroso, y muy probablemente falto de sentido y buen gusto, he decidido recuperar algunos de estos documentos antiguos. Si es por la posteridad, por el bien de la Humanidad, o para su desgracia, es algo que no me corresponde a mí decir.

Por tanto, cualquier texto recuperado de los marasmos del tiempo y del olvido, sea cual sea su origen (¡e incluso, probablemente, su autoría!) quedarán reflejados bajo esta categoría creada al efecto.

En cuanto al porqué del nombre, sólo tengo que decir dos cosas: si no te suena, te hago esa misma pregunta. Y en cuanto a su respuesta, aquí está:

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11 feb 07 Las 24 últimas horas de la vida de Jonás Hernández

Capítulo II

III

Sí, se le había acabado la suerte. Apenas la sombra cubrió su vehículo, Jonás volvió su vista al frente. Entonces lo vió. Un camión de gran tonelaje, en veloz descenso hacia él, era lo que había eclipsado el sol. Apenas tuvo tiempo de reaccionar, pues ya lo tenía encima. Jonás intentó contravolantear, pero el fiel Lancia patinó sobre el húmedo asfalto y a derrapar hacia el camión. Su conductor, a su vez, clavó frenos, pero esto no hizo sino empeorar la situación, ya que el camión empezó a hacer la tijera, arrastrando a su vez a los vehículos que se encontraban en el resto de carriles.

¿Sería así, finalmente, como acabaría su vida? Irónico, ya que precisamente había desechado coger su bicicleta por no acabar aplastado bajo una camioneta, e iba a acabar precisamente así, pero debajo de un camión. Y sin embargo, algo le decía que no iba a morir así. Que no podía morir así. Jonás se encorvó sobre sí mismo, intentando adoptar una postura fetal para protegerse en la medida de lo posible de lo inevitable

El impacto se produjo por la parte trasera izquierda del Lancia. Ésta impactó contra la parte izquierda del eje trasero de la cabina del camión, destrozando cristales y hundiendo chapa. El coche salió despedido, girando sobre sí mismo, hacia el remolque. El segundo impacto se produjo al pasar el Lancia bajo el remolque. El brutal choque arrancó de cuajo el techo del vehículo, y de milagro no decapitó a Jonás. Increíblemente, había pasado por debajo del camión, pero sólo para empotrarse, metros después, contra un Ford Focus que venía de frente. El camión, por su parte, continuó su descontrolado avance, arrastrando vehículos y segando el puente como una siniestra guadaña de veinte toneladas, hasta que impactó contra el pretil metálico del puente, para precipitarse, a continuación, a las aguas del Río Grande.

Jonás salió como pudo del destrozado vehículo. Tenía un feo corte en la frente que le bañaba el rostro con su propia sangre, así como un espantoso dolor en el hombro derecho. Aparte de eso, parecía encontrarse razonablemente bien. Apenas contempló su alrededor, supo con inequívoca certeza que estaba en graves problemas. Había provocado, con total certeza, el más grave accidente de circulación jamás acontecido en la ciudad de Isbilia. Había provocado, al menos, una decena larga de accidentes en un puente crucial para el tráfico urbano, y como colofón había hecho derrapar un camión, que en su imparable avance había arrastrado quién sabía cuantos vehículos a una brutal caída al río. Necesitaba escapar de allí sin demora alguna.

Volvió a mirar su Lancia. Imposible. No sólo la trasera se encontraba completamente destrozada, por no contar que ya no tenía techo, sino que el impacto contra el Focus había destrozado el eje delantero y reventado el motor. El viejo Delta Integrale había pasado a mejor vida como los buenos. Tendría que pensar en algo distinto. A no mucho tardar la policía haría acto de presencia, y todo aquello no iba a gustarles demasiado.

Cuando ya se debatía entre empezar a correr entre el fenomenal atasco que se estaba produciendo, un motorista que bajaba hacia Jonás, al intentar evitar los restos desperdigados de chatarra de los múltiples accidentes, perdió el control de su montura, que derrapó sobre el asfalto. El piloto, a su vez, rodó sobre éste hasta impactar brutamente contra un Seat Ibiza. Ésa era su oportunidad. Jonás corrió hacia la moto, que se había detenido no muy lejos. Comprobó que los daños no eran graves, apenas rozones y daños en espejos y derivabrisas, y montó sobre ella. Aceleró a fondo, y salió disparado de allí. Dirigió una última mirada a su Lancia, tan sólo para ver cómo el motor había comenzado a arder.

La moto, una BMW R 1200 R, respondía a la perfección. A toda velocidad remontó lo que quedaba de puente, y empezó el descenso. En pocos instantes se encontró de nuevo bañado por la niebla. Pero aquello no podía durar. Sabía a la perfección de la existencia de cámaras de tráfico en el puente, y era tan sólo cuestión de tiempo que lo localizaran. Necesitaba esconderse hasta que pasara la tormenta. Y conocía el sitio perfecto.

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30 ene 07 Las 24 últimas horas de la vida de Jonás Hernández

Capítulo I

II.

Jonás bajó las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Acababan de finalizar la obra del nuevo ascensor del bloque, pero tenía ya tan hecho el cuerpo al hábito de subir y bajar las escaleras, que ni siquiera se le pasó por la cabeza el utilizar el ascensor hasta que no había ya recorrido un par de tramos de escalera, y el tiempo que emplearía en esperar el ascensor excedería del necesario para terminar de bajar los tramos restantes. Al llegar a la planta baja, miró fugazmente al patio interior del bloque. Allí se encontraba atada su vieja bicicleta de montaña. La había llevado a la ciudad un par de semanas antes, con la idea de utilizarla en sus desplazamientos urbanos. Y hasta entonces había desempeñado su labor con envidiable éxito, permitiéndole ir y volver al trabajo mucho más rápido y saludablemente que en coche. Sin embargo, esa mañana desechó con un leve movimiento de cabeza la idea de cogerla para desplazarse al trabajo. Conociendo como conocía el caótico tráfico urbano de Isbilia, se le ocurrían maneras mucho mejores de que la Parca cortara sus hilos que aplastado bajo una camioneta de reparto. Cierto es que afrontaba a diario esa posibilidad, y que hasta entonces no había estimado en demasía esa posibilidad. Como decía un amigo, era mejor no tomarse la vida demasiado en serio, ya que lo único que podías tener por seguro es que no saldrías vivo de ella. Pero una cosa era tener esa nebulosa certeza en forma de frase ingeniosa, y otra tener la absoluta seguridad de que en el transcurso de ese día te iban a picar boleto. Así que, despidiéndose con tristeza de su vieja burra, Jonás salió del edificio y se dirigió hacia su coche.

El fiel y baqueteado Lancia Delta Integrale, heredado de su padre, aguardaba a Jonás a apenas unas decenas de metros. Con un suave ronroneo, el motor se puso en marcha a pesar del frío de la mañana y de la helada caida durante la noche. A pesar de todo, la noche no había sido especialmente fría, y una lechosa niebla extendía sus húmedos dedos por el dédalo de callejuelas que conformaban el barrio. A Jonás le gustaban los días de niebla. Siempre había tenido la sensación de que ocultaban algo mágico, que en esos días se difuminaba la clara línea que separaba el mundo de lo real del de lo onírico, y que se abrían pasadizos que permitían pasar de uno a otro. Lo difícil, claro, era poder encontrarlos. Y aún, pese a los años transcurridos, no había abandonado la infantil fantasía de que un día de niebla empezaría una aventura que cambiaría su vida. Lo bueno de los días de niebla es que nunca sabías qué podía surgir de ella.

Tras un rato de callejeo urbano, el Delta Integrale salió del barrio para adentrarse en una de las principales arterias de la ciudad que, como era de rigor, ya se encontraba absolutamente colapsada. En su habitual itinerario callejero Jonás se veía abocado a cruzar el río que dividía en dos la ciudad para dirigirse a La Aljafería, una especie de zoológico de empresas tecnológicas surgido del exquisito cadáver dejado en la otra orilla del río por unos Juegos Olímpicos celebrados en la ciudad más de una década atrás. Juegos que habían proporcionado orgullo imperecedero a un país, oro, plata y bronce a unos cuantos atletas, un lujoso retiro a tres o cuatro avispados padres de la patria, y sendas condenas a veinte años de trabajos forzados a los pobres desgraciados que tuvieron el poco acierto de firmar en nombre de los padres de la patria. Pero esa era otra historia. Y el caso es que, a fin de que no se notara demasiado la magnitud del desastre, las administraciones superpuestas de ese país de fantasía decidieron arrimar el hombro y financiar la reutilización de las faraónicas obras mediante un complejo hi-tec, que siempre quedaba mejor en las fotos que un polo químico.

Siempre que llegaba a ese punto de la avenida durante su periplo mañanero, a Jonás le acometía la misma duda: ¿cruzar el río por el puente de Los Suspiros, o por el del Tercer Milenio? Normalmente optaba por utilizar el de Los Suspiros, ya que el recorrido resultante era más directo y con menos tráfico, pero esa mañana siguió recto en dirección al Tercer Milenio. Rápidamente Jonás se dijo a sí mismo que deseaba ver la ciudad por encima de la niebla, y sólo desde el puente del Tercer Milenio podría hacerlo. En efecto, el puente, construido durante los citados Juegos, estaba pensado para permitir el tránsito de los buques que llegaban hasta el puerto fluvial de la ciudad, y elevaba su jorobada estructura hasta una altura muy superior a la de cualquier otra edificación de la ciudad. Sí, desde allí la vista sería magnífica.

Sin embargo, el puente adolecía desde su construcción de un grave defecto. Se hallaba conectado a una ronda de circunvalación de seis carriles, tres por sentido, pero el puente sólo disponía de dos carriles en cada sentido, más un quinto carril reversible, delimitado tan sólo por un juego de luces. Obvio es para cualquiera que los embotellamientos que allí se producían bastaban para acabar con la paciencia del más pintado. Y aquella mañana no iba a ser, ni mucho menos, una excepción. En efecto, apenas había desembocado en la circunvalación, Jonás comprendió que no iba a ser fácil, y mucho menos rápido, llegar al puente. El atasco era kilométrico, y la señalización de tráfico no hacía albergar nada bueno al respecto: el carrir reversible se hallaba cerrado en su sentido. Ello era lo que motivaba que el tercer carril de la ronda se hallara más despejado de lo normal. Y dado que precisamente el tiempo no era un lujo del que dispusiera, Jonás no se lo pensó dos veces: cambió bruscamente de carril, y aceleró en dirección al puente.

Ciento diez kilómetros por hora. Y de nuevo Pink Floyd sonando de fondo. Esta vez en un mano a mano con Led Zeppelin. La silueta del Tercer Milenio empezó a vislumbrarse entre la niebla. Allí estaba. Sus cuatro pilares, de los que aún sólo podía ver dos, se alzaban amenazadores frente a él. Ignoró la señalización que le instaba a abandonar el carril y siguió de frente. Las luces que delimitaban el carril reversible empezaron a aparecer frente a él. Delante suya y hacia arriba, en fuerte pendiente, la correspondiente a la ominosa joroba de hormigón y asfalto del puente. Y las luces parecían formar una pista de despegue. “Starway to Heaven”, como siempre había pensado, equivocadamente, que se llamaba la canción que retumbaba en el habitáculo del Lancia.

Redujo a cuarta al empezar la subida del puente. Poco a poco la niebla se iba haciendo menos densa a medida que subía. Y entonces el carril por el que circulaba empezó a desaparecer poco a poco: estaba entrando en el carrir reversible. Frente a él furiosos destellos de vehículos que circulaban en dirección contraria parecían querer advertirle de su error. A duras penas conseguían éstos apartarse de su rumbo. Con las manos crispadas en torno al volante, Jonás corregía la dirección a derecha e izquierda, evitando con una sorprendente dosis de suerte el tráfico. Iba a conseguirlo, iba a llegar hasta la cima del puente. Poco le importaba el resto, si conseguiría realizar el descenso, o los escalofriantes impactos que escuchaba a su espalda. Un rayo de sol le saludó cuando salió del banco de niebla. Jonás miró a su derecha, para ver la sorprendente estampa de la ciudad surgiendo de la niebla, en la que destacaban la mole de la Catedral, con su sorprendente torre mudéjar, y la forma ovalada de la Plaza de Portugal, megalítico monumento a mayor gloria de un dictador con un curioso sentido del humor. Las luces de una ciudad que aún se despertaba iluminaban la niebla desde su interior, y la rojiza luz del amanecer, que bañaba el cielo por encima de la niebla teñía las formas de un tono sangre tan bello que casi dolía. Una preciosa imagen que llevarse en la retina al otro mundo si ésa era su hora. Sí, decididamente aquel no era un mal momento para morir. Y entonces, justo entonces, algo obstaculizó la luz del sol que bañaba el Lancia desde que surgiera del banco de niebla, con lo que Jonás supo inequívocamente que se le había acabado la suerte.

Capítulo III

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29 ene 07 Las 24 últimas horas de la vida de Jonás Hernández

I.

Cuando Jonás Hernández abrió los ojos a la mañana del 26 de enero del año 2007 tuvo la súbita, implacable, irreflenable y definitiva certeza de que en un plazo máximo de 24 horas su vida habría llegado a su fin. Durante unos breves minutos, durante los cuales la diatriba de un vitriólico locutor de radio puso música de fondo a sus sensaciones, aquella certeza fue calando en su cerebro, desde las capas donde reside el mundo de las ensoñaciones que pueblan nuestro descanso, y que en ocasiones alimentan nuestros delirios y pesadillas, a aquellas en donde la parte racional de nuestra psique dirige la mayoría de nuestras acciones del día a día cotidiano, para gotear acto seguido hasta las capas más profundas de nuestro cerebro, allá donde se agazapa el animal que todos llevamos dentro, ése que controla nuestros instintos. Y la bestia agazapada, en un auténtico alarde de tranquilidad, no hizo sino confirmar con un gañido de dolor aquello que la ensoñación había vislumbrado, lo que la conciencia había temido, y lo que Jonás Hernández había comprendido en esos minutos de terror: que no viviría para ver un segundo amanecer.

De una manera maquinal, Jonás apartó las mantas y salió de su cama. Se encaminó al cuarto de baño, donde se desvistió y, acto seguido, se introdujo en la ducha. Apenas el agua caliente había empezado a caer sobre su cabello, cuando Jonás penso en que quizás estaba actuando de una manera absurda: ¿para qué ducharse si apenas veinte minutos después podía estar muerto? Aún más, si cabía la posibilidad de que, precisamente, se escurriera en la propia ducha y se desnucara. Una sonrisa atravesada asomó en sus labios cuando pensó en esa posible muerte: desnudo, con el cuerpo desmadejado bajo una miríada de gotas de agua hirviente, encontrado por alguno de sus compañeros de piso, quien sabe si apenas unos minutos después o al cabo de unas horas. Y con un fino hilo de sangre escurriéndose por el desagüe. Aunque eso último, pensó con una absurda tristeza, sólo en el caso de que lo encontraran pronto. Y era una lástima, porque el efecto que habría de dejar ese reguero de sangre, sin duda, sería enormemente plástico.

Aun así, decidió, y dado que tenía una ineludible cita con la muerte, Jonás decidió apartar la idea de concluir de una manera prematura aquella ducha y completarla tranquilamente. Puestos a morir, se dijo, mejor hacerlo con un aspecto impecable y no oliendo a sudor. De esa manera, cuando terminó su ducha, Jonás sacó su afeitadora eléctrica del armarito del cuarto de baño, y procedió a afeitarse con esmero. Obvio es decir que fue la prolongación del razonamiento esgrimido en la ducha lo que motivó esta acción, y extenderse más en ello resulta no sólo superfluo sino absolutamente prescindible.

De vuelta en su dormitorio, Jonás apagó la radio y encendió su equipo de música. Al carajo los vecinos. No iba a vivir lo suficiente como para que la queja del presidente de la comunidad de vecinos, vía casero, llegara hasta sus oídos. Así que introdujo su viejo compacto de Pink Floyd, e hizo sonar a todo trapo a David Gilmour interpretando un “Coming Back to Life” en concierto que resultaba curiosamente apropiado, a la par que brutalmente disacorde. Abrió el armario, para escoger ropa. Unos vaqueros y su mejor camisa de franela le ayudarían a cruzar las puertas del Hades, así como su jersey de cuello vuelto y la chupa de cuero que apenas había estrenado. Y entonces lo vio. El paquetito con lencería de La Perla Negra, que había comprado para agasajar a su novia, y que ya nadie estrenaría jamás. Una aviesa idea pasó por la mente de Jonás, pero acto seguido la desechó: no era plato de su gusto irse al otro barrio con la -supuso- incómoda sensación de tener clavado en el trasero el hilo de un tanga muchas tallas inferiores a la suya, por muy de La Perla Negra, o del Coral Rojo, o del Diente de Tiburón Violeta que fuera. Unos cómodos bóxer e iba que se mataba. Jeje, nunca mejor dicho. Aunque hubo otra tentación a la que no se pudo resistir, y fue a mangarle a uno de sus compañeros de piso unos botos camperos nuevos, aún sin estrenar, y que por un curioso azar del destino eran de su talla.

Tras una breve escala en la cocina, donde se deleitó con el -presumía- último tazón de leche con chococrispis de su vida, Jonás salió del piso rumbo a un nuevo día. ¿Qué le depararían las -como mucho- veintitrés horas siguientes?

Capítulo II

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